San Agustín de Hipona
Nacido en Tagaste (África), se le conoce como Agustín de Hipona porque sería después obispo de dicha ciudad. Hijo de padre pagano y de madre cristiana, Agustín destacó por su inteligencia desde muy joven y se dedicó al estudio de la Retórica, en ciudades como Cartago, Roma y Milán. Una juventud desordenada y algunas ideas filosóficas le apartaron del cristianismo en el que le había educado su madre, incluso se unió a la secta de los maniqueos por un tiempo; pero después de algunas experiencias fuertes (que él narra en su libro Confesiones) y la influencia de San Ambrosio en Milán, lo regresaron a la fe, para convertirse en uno de los más importantes padres de la Iglesia católica.
San Agustín escribió, además de las Confesiones (donde no sólo cuenta su vida, sino que además explica la relación de un Dios personal con el ser humano y enfrenta grandes problemas filosóficos como el del tiempo, la memoria, la eternidad, las verdades matemáticas, el bien y el mal...), muchas otras obras de gran relevancia, como el De Trinitate, donde explica cómo no es absurdo que Dios sea uno y trino (un sólo Dios, tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo), un dogma fundamental y básico para la fe cristiana.
Cabe mencionar que este interés por la verdad absoluta es herencia del platonismo, pues el pensamiento de San Agustín está influido por la Filosofía de Platón. Para San Agustín, el verdadero conocimiento está en la mente de Dios y él lo transmite a los seres humanos mediante la iluminación. De este modo, Dios se convierte en el fundamento de la verdad y el conocimiento, él nos ilumina mediante la revelación divina, la razón humana sirve para comprender las verdades de la naturaleza; las eternas, quedan para la fe.
También escribió La ciudad de Dios, donde defiende al cristianismo, que había sido acusado de causar la decadencia del Imperio romano, y muestra cómo a Roma le afectaron sus propios vicios.
Otras obras menores de San Agustín como una carta suya a un amigo, titulada “De la
utilidad de creer”, son muy claras en cuánto al método que propone para armonizar fe y razón. Él insiste en que no es posible vivir sin querer “creer nada”. Dice, por ejemplo, que si no creyéramos en nada ni en nadie no podríamos tener amigos, pues para gozar de la amistad hay que ser capaz de confiar.
Creer es necesario, por lo tanto. Pero esto no significa renunciar a la razón. Al contrario, para
creer se necesita pensar bien, y para eso ayuda la Filosofía.
Comentarios
Publicar un comentario